
La NBA no da tregua y es una de las ligas en las que no se puede vivir de una historia gloriosa. Bien pueden atestiguarlo los Chicago Bulls, zarandeados en los últimos 22 años por una deriva sin rumbo, como si de un trapo se trataran en manos del viento que se cuela por todas las rendijas de la ciudad. El sexto anillo cosechado con ese tiro de Michael Jordan en el último segundo del sexto partido ante Utah Jazz, supuso el clímax. Nunca el baloncesto adquirió un matiz tan místico como en aquella suspensión en la que Dios, como bien dijo Antoni Daimiel, se vistió de jugador de baloncesto. Era evidente que la caída sería notable, pero cerrar así el capítulo más glorioso de la historia de este deporte no podía hacer presagiar una falta de visión a largo plazo y continuas trabas en el proceso de reconstrucción en el que Jerry Reinsdorf llevaba tiempo trabajando, tal y como se ve en The Last Dance.
Ejecutivos y directores deportivos de los Bulls no han sabido encontrar el camino para atraer a grandes figuras de la agencia libre ni tampoco han tenido suerte en los drafts ni perspectiva para rodear a jugadores con talento. La debacle de la temporada I después de Jordan, con un 13-37 en una campaña marcada por el lockout, se prolongó cinco años más en los que se llegó a tener un registro de 15-67, en la 2000-01. Se buscaron jugadores jóvenes en torno a los cuales construir un proyecto a largo plazo, que solo encontró algo de luz con ese famoso quinteto que volvió a ilusionar al United Center: Kirk Hinrich, Ben Gordon, Luol Deng, Andrés Nocioni y Ben Wallace. La intimidación de uno de los mejores taponadores del siglo XXI fue fundamental para que se metieran tres años consecutivos en playoffs, sin poder pasar de semifinales de Conferencia.
Tras una temporada 2007/08 muy agitada en el banquillo y los despachos, con la destitución de Scott Skiles, un soplo de aire fresco llegó a Chicago con el número 1 del draft 2008. Fue Derrick Rose, la rosa que creció en el cemento, que se abrió paso en una franquicia herida en su orgullo, nostálgica, triste, y que vio en él a su nuevo Jordan. Ya en su primera temporada metió al equipo en playoffs y tres años después conseguirían ser primeros de la Conferencia Este con un equipo aguerrido y trabajado en defensa merced a la disciplina de Tom Thibodeau, valiéndose de jugadores tan notables como Carlos Boozer o Joakim Noah. La franquicia se lo jugó todo a una carta, ofreciendo un salario de 98 millones de dólares en cinco años a Derrick. Era todo o nada y salió nada.
En la 2011/12, cuando se suponía que habían aprendido de la experiencia del pasado año que supuso caer ante los Miami Heat de Wade, Lebron y Bosh, la rosa de marchitó. Lesiones continuas y la debacle en el primer partido de playoffs ante los Sixers, con una grave lesión de rodilla tras la que nunca ha vuelto a ser el mismo. El bloque aguantó con solidez durante tres años más, con retornos esporádicos de Rose y fichajes relevantes como los de Jimmy Butler o Pau Gasol. La franquicia quemaba las naves para ver si ese grupo de veteranos era capaz de dar alguna alegría, pero el nivel de competitividad de la liga y un juego excesivamente amarrategui de Thibodeau, sin tener una gran estrella que asegurara caudal ofensivo con su talento, hicieron imposible ser candidatos al título.
El proyecto fue diluyéndose poco a poco, con un equipo ejecutivo que no se atrevía a optar por la total reconstrucción por la presencia de Butler, por lo que caminó entre dos aguas y perdió tiempo. Lauri Markkanen, Kris Dunn, Coby White y Zach Lavine han ido incorporándose progresivamente al nuevo proyecto de los Chicago Bulls, carente todavía de empaque y personalidad. El 22-43 que atesoraban esta campaña era el fiel reflejo de que hay mucho por trabajar si se desea recuperar algo del legado que dejó Michael Jordan y sus secuaces. Esta ciudad, estos aficionados y esta franquicia merecen algo más que lo que se ha ofrecido en los últimos 22 años.